Como excepción a la regla, Espectadores publica un viernes la síntesis de la entrega más reciente de La cuestión criminal de Eugenio Raúl Zaffaroni. Se trata del fascículo n° 10, que nos acerca cada vez más a nuestra contemporaneidad y a la incorporación del aparato de poder punitivo al análisis criminológico.
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Los mayores conflictos en torno a la súbita explosión económica surgieron en las ciudades y provocaron una general sensación de desorganización. De ahí que los investigadores sociales racionales hayan centrado su atención en la sociología urbana; de hecho eso hizo el Instituto de Sociología de la Universidad de Chicago en las primeras décadas del siglo XX (esta ciudad era ideal, por haber crecido de cuatro mil a tres millones de habitantes en cien años).
Los de Chicago tomaron del profesor Charles Cooley de Michigan conceptos que tienen vigencia hasta el presente. Por ejemplo, el de los «roles maestros» que, como el médico o el sacerdote, condicionan al resto de la sociedad. Algo similar sucede con los roles asociados al poder represivo: el policía, el juez y también el propio criminalizado (a este último la estigmatización consiguiente a la criminalización lo obliga en buena medida a asumir su rol desviado).
La figura más destacada de la primera escuela de Chicago fue William I. Thomas, que revolucionó la metodología sociológica con la incorporación de recursos hasta entonces considerados científicamente heterodoxos. Para nosotros, su aporte más importante es el llamado «teorema de Thomas», según el cual si los hombres definen las situaciones como reales, sus consecuencias son efectivamente reales. Esto tiene una inmensa validez en todos los órdenes sociales: es conocida la experiencia de Orson Welles en New York en 1938 cuando anunció la presencia de marcianos por radio.
Lo mismo ocurre con la criminalidad… Poco importa su frecuencia o gravedad: si se da por cierto que son altas, se reclamará más represión, los políticos acatarán y la represión se ejercerá como si la gravedad fuese real.
El profesor de la Universidad de Indiana, Erwin Sutherland, se opuso a la tesis chicaguiana de la desorganización con la idea de «organización diferente». El sociólogo introdujo esta tesis en su Criminology de 1939 y la modificó en la edición de 1947, con su principio de la «asociación diferencial»: «una persona se vuelve delincuente por exceso de definiciones favorables a la violación de la ley, que predominan sobre las definiciones desfavorables a esa violación».
Sutherland dejó claro que la criminalidad atraviesa toda la escala social, y que hay tanto delitos de pobres como de ricos y poderosos. Dos años más tarde, en 1949, publicó un estudio sobre el crimen de cuello blanco (White collar crime) que devino un clásico en criminología. Si bien el sociólogo no llegó a incorporar el poder punitivo a la criminología, dio un paso fundamental en este sentido y puso la cuestión en el límite.
De hecho, el delito de cuello blanco (grandes estafas, quiebras fraudulentas, etc.) dejaba al descubierto la selectividad de la punición. Era demasiado claro que los poderosos rara vez iban a la cárcel.