– ¿Cómo va?
– Todo bien, ¿vos?
– Todo bien
– buenísimo, ¿no?
– Sí, sí. Todo bien
"Todo bien" se ha convertido en muletilla top de los porteños, igual que la también citada "buenísimo" y "¿dale?" (que conste: hablamos del "dale" entre signos de interrogación, ése que nos permite delegar tareas aborrecibles como la del siguiente ejemplo: "después de corregir las 350 páginas, las imprimís, las sellás una por una, las hacés firmar por el directorio, las foliás, las encarpetás y las archivás en el armario del doceavo piso, ¿dale?").
Volviendo a "todo bien", se presenta como el sumun de la comunicación impersonal (vaya contradicción). Por un lado, carece de marcas enunciativas especiales, como el superlativo de "bueníssssssimo" o la pregunta implícita en el mencionado "dale". Por el otro, tampoco cuenta con nexos lingüísticos (una conjunción, una preposición). Ni siquiera con un verbo.
"Todo bien" supone una aseveración absoluta e incuestionable. Al interlocutor no le hace falta ir más allá. De hecho, está muy claro: valga la redundancia, la palabra "todo" lo dice -je- todo.
Pero del todo a la nada, el trecho es muy estrecho. Y a esta altura nuestra expresión top pierde la espontaneidad y transparencia del "tudo bem" brasileño. Al contrario, queda atrapada en un discurso monótono, rutinario, apático.
¡Alabado sea el tic retórico de moda! Oportuno y salvador, el latiguillo no sólo sirve para simular contacto, diálogo, familiaridad. También nos permite pretender que, a pesar del caos local y mundial, efectivamente está todo bien.